por Alejandro González Ormerod Mary Shelley tiene ideas muy concretas sobre el valor emocional de los paisajes.
Considera, por ejemplo, que las planicies son el aburrimiento total y se pasa varias páginas quejándose de la carretera que sale de Fráncfort (mejor conocida hoy en día por su nombre en inglés, Frankfurt, aunque, irónicamente, Shelley lo escribía como se debería decir en español). También las ciudades no le fascinan a esta viajera. Son, en el menos peor de los casos, un mal necesario pero inevitable, sedes que concentran y resguardan las grandes obras de artes plásticas que tanto fascinan a Shelley (es una adicta a las galerías y la pobre señora siempre sale muerta por pasar tanto tiempo disfrutándolas). Por otra parte, Shelley mantiene un lugar especial en su corazón para un paisaje en específico; las montañas. Una vez en Bavaria el paisaje “se volvió sumamente agradable [pasando por] el valle del Main [con sus] magníficos bosques de roble y haya que cubren los cerros”. El papel que interpretan las dramáticas montañas, valles y acantilados en el imaginario del Romanticismo es legendario. La epítome de lo romántico siempre se resume, para mí, en una imagen pintada por el alemán Caspar David Friedrich: Caminante sobre el mar de nubes. Pocas cosas evocan la emoción de la aventura del viaje como este cuadro, y Mary lo sabe.
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AuthorEl viaje como fenómeno filosófico y como experiencia intelectual Archives
February 2020
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