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LA ADICCIÓN INGLESA

2/28/2019

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por Alejandro González Ormerod



Que Mary Shelley haya sido adicta al té no sorprende absolutamente a nadie. El té fluye tan profundamente en la historia y las venas de los ingleses al tal grado que numerosos académicos serios proponen que este estimulante fue uno de los mayores propulsores del desarrollo económico del Reino Unido.

¡Y vaya que es adictivo este brebaje caliente de hojitas cafeinadas! Al llegar a  Kissingen, Alemania, el 21 de junio de 1842, Mary procura con desesperación  conseguir una tetera y los insumos necesarios para prepararse una taza a como de lugar. Sin embargo, los pueblerinos no la comprendan y en sus diarios narra cómo se tuvo que dar a entender por medio de gestos y muecas hilarantes. Todo se desarrolla de manera muy picaresca; todos ríen y —más importante— los turistas ingleses logran conseguir su té. Diversión toda muy saludable y en familia.

Pues no. Ya que, como todo en la vida, hay un lado más oscuro al té negro y tiene todo que ver con el momento histórico en el que Mary escribe en su diario:


Justo en el momento en que ocurría esta graciosa escena en Alemania, se estaban disparando los últimos tiros de la Primera guerra del opio (1839-42), en la que el gobierno británico “defendió el derecho” de sus comerciantes a vender esa otra droga que le da nombre al conflicto. Vender opio en china en ese momento era ilegal (tal como en Inglaterra) pero a los ingleses no les importaba eso. Ellos le entraban al narcotráfico para asegurar cantidades suficientes de esa otra droga por la que intercambiaban el opio; el famoso té negro de China...

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el valor emocional de los paisajes

2/8/2019

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por Alejandro González Ormerod
​

Mary Shelley tiene ideas muy concretas sobre el valor emocional de los paisajes.
 
Considera, por ejemplo, que las planicies son el aburrimiento total y se pasa varias páginas quejándose de la carretera que sale de Fráncfort (mejor conocida hoy en día por su nombre en inglés, Frankfurt, aunque, irónicamente, Shelley lo escribía como se debería decir en español).
También las ciudades no le fascinan a esta viajera. Son, en el menos peor de los casos, un mal necesario pero inevitable, sedes que concentran y resguardan las grandes obras de artes plásticas que tanto fascinan a Shelley (es una adicta a las galerías y la pobre señora siempre sale muerta por pasar tanto tiempo disfrutándolas).
 
Por otra parte, Shelley mantiene un lugar especial en su corazón para un paisaje en específico; las montañas. Una vez en Bavaria el paisaje “se volvió sumamente agradable [pasando por] el valle del Main [con sus] magníficos bosques de roble y haya que cubren los cerros”.
 
El papel que interpretan las dramáticas montañas, valles y acantilados en el imaginario del Romanticismo es legendario. La epítome de lo romántico siempre se resume, para mí, en una imagen pintada por el alemán Caspar David Friedrich: Caminante sobre el mar de nubes. Pocas cosas evocan la emoción de la aventura del viaje como este cuadro, y Mary lo sabe.
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    El viaje como fenómeno filosófico y como experiencia intelectual

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